ORGANIZACIÓN ECONÓMICA DE LA
NUEVA ESPAÑA
Política económica de España.
La política
económica seguida por España en la Colonia se caracterizó por obstaculizar el
progreso en todos sus aspectos: estableció el régimen de propiedad privada de la
tierra e impulsó el latifundismo en sus formas laica y eclesiástica; implantó
un sistema de prohibiciones con respecto a ciertos cultivos; favoreció el
monopolio y el estanco como medios de impedir el libre comercio; protegió a la
industria metropolitana evitando la creación de una industria nacional y
monopolizó el tráfico del comercio con el exterior.
La propiedad.
A raíz de la
conquista, toda la tierra fue considerada propiedad del Rey de España, durante
la colonia existieron dos tipos de propiedad: los conquistadores tuvieron las
tierras individualmente y los indígenas en común, estableciéndose en grandes
haciendas, pero sin cambiar radicalmente el sistema de la tierra de los
mexicas. El rey no imponía cargos por los títulos de propiedad, haciéndoles merced
(merced real) de las tierras gratuitamente, pero recibía parte de los derechos
y tributos que tenían los propietarios de los terrenos asignados.
Encomienda.
Con el
objetivo de que no faltara mano de obra para los trabajos en el campo a cada
encomendero (antiguo conquistador mandado por las órdenes del rey) se les
asignaban junto con la tierra un numero de indígenas, a los cuales debería
enseñar la fe católica y ponerlos a trabajar para el como peones.
De hecho toda
la situación fue como una resucitación de la época medieval, viento a los
peones indígenas como siervos, impidiendo separarse del terreno que cultivaban.
Además de que muchos de estos indígenas tomaron el apellido del señor.
Propiedad comunal.
A las
ciudades, villas y pueblos indígenas se les respetó la propiedad comunal, que
consistía principalmente en montes para hacer leña, pastos para los ganados y
ejidos o lugares cercanos a las poblaciones destinados a descargar y limpiar
las cosechas de los vecinos.
Latifundio.
Para premiar
los servicios de Cortés y sus compañeros, se formaron grandísimos latifundios,
despojándose muchas veces de sus tierras a los pueblos indígenas (de una manera
bastante injusta). Esto hizo que desde un principio la propiedad estuviera tan
mal repartida, que para fines de la época colonial toda la propiedad rústica y
urbana estaba en manos de un quinto de la población de la Nueva España y el
resto no poseía nada absolutamente.
Propiedad particular.
Los
latifundios eran de propiedad particular y de propiedad eclesiástica.
El latifundio particular recibió el nombre de hacienda. La mayoría de sus
dueños vivía en la ciudad y sólo se preocupaba por recoger la renta de sus
tierras. Había veces que ni las conocían, ni se preocupaban por mejorar sus
cultivos, ni sabían administrarlas. Con frecuencia las hipotecaban a los
principales prestamistas de entones: el clero o los mineros acaudalados.
Después apareció también entre los indios la propiedad individual, que era la
parcela o milpa, primero tenían en usufructo (Derecho por el que una persona
puede usar los bienes de otra y disfrutar de sus beneficios, con la obligación
de conservarlos y cuidarlos como si fueran propios), por el constante temor de
que pudieran ser despojados por los españoles.
Corporaciones religiosas.
La iglesia
llego a convertirse también en propiedad, debido a la compra, donaciones e
hipotecas pero pronto se tomaron medidas para evitar males posteriores. El más rico y
poderoso de todos los propietarios fue el clero. Acrecentó sus bienes
principalmente a través de mercedes reales, donativos de particulares,
préstamos con interés, diezmos y primicias de todos los productos de la tierra,
dotes de las mujeres que entraban en religión, derechos parroquiales, mandas y
legados y el privilegio de no pagar impuestos al Estado.
De este modo la propiedad se fue estancando y sustrayéndose a la circulación,
debido también a la creación de los mayorazgos (costumbre de heredar con todos
los bienes inmuebles al primogénito, quien sólo podía transmitirlos de igual
modo a su sucesor)
Los bienes raíces, tanto de los mayorazgos como de la Iglesia, se llamaban
bienes de manos muertas, porque no podían enajenarse ni hacerse circular.